Estoy formada en la
inmensa fila de los que sobreviven a un duelo
o por lo menos lo intentan.
Mi historia es como la de
todos, tal vez un poco más de rabia, salpicados de un menos nunca y el promedio requerido de
lágrimas. No es la primera vez que conozco la fuerza avasallante de la palabra
ADIOS en la boca del prójimo, en mi boca maltrecha; ni tampoco la primera
ocasión en que oscilo entre negación y la euforia. Sin embargo, es el dolor la
huella permanente que me permite entender que por más que huya e intente barrer hasta en los más tremendos
huecos, es -la primera vez- que asumo que el dolor se quedará ahí, entre la
memoria y el cuerpo, entre los pies de futuro.
Me siento como perra herida,
con un tumor en la matriz que no para de sangrar. Y la perra es atrapada por el
reflejo, y su tumor se hace tan grande, que entonces huye de los otrxs para no
contagiarlos, para que aquellas miradas tiernas que sobreviven al hartazgo no
sean atrapadas por la desgarradura.
Y entonces recuerdo como
se desvelaba por verme dormir, y como ahora lo hace por verla a ella, no solo
me causa espanto sino aborrezco la tendencia mundana a la repetición.
Sí, mi sonrisa ha cambiado y apenas queda una mueca, tengo tetas ajenas y rostro duro. No por siempre, no por hoy, sino mientras dure este respiro de rabia y hechizo roto.
¿Muñeca terminal o egoísta
androide? Un poco de ambas en lo que aprendo a dormir y decido salir de la fila,
en lo que recobro alguna inocencia para arrancar las cuchillas de madrugada,
entre tanto, escucho quedito las cenizas de lo que ayer respiraba. Gracias por éste duelo, siempre se aprende
tanto del germen de la orfandad.
DIANA MARINA NERI
ARRIAGA
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